domingo, 25 de marzo de 2012

La Cinta de Möbius


Salió de clase confusa con la explicación del profesor. Ella era una de esas alumnas que preferían escuchar dos frases y divagar en ellas hasta encontrar la trufa que las hacía inteligibles antes que abrir las tragaderas y colar tinta en un cuaderno. Había pocos en clase como ella y los profesores lo sabían. Siempre sentada en la tercera fila, sin abstraerse del mojón del discurso pero sin rendir dulce pleitesía al orador desde la primera 
fila.

Si preguntaras a cada persona del aula por qué iban a clase, todos respondían con firmeza y convencidos: “Para labrarme un futuro mejor” (o sucedáneos). Incluso los profesores, a su modo. Ella era el lirio en el desierto, tirado o arraigado ¿qué más da? Ella asistía a aquellos insoportables soliloquios por la razón más simple, y en el fondo, más noble: aprender. Muchas veces se había planteado si le gustaría el trabajo que tuviera de mayor, pero no por ser desagradecido o poco motivante. La verdadera pregunta era: ¿Por qué no puedo seguir aprendiendo toda la vida en lugar de tener que llegar a un punto en que tenga que verter todo lo aprendido para que sirva de algo? ¿Acaso no sirve de nada tenerlo en la cabeza? No le gustaba la posición en que le ponía esa hipótesis y no le daba vueltas, al fin y al cabo, bendita ignorancia.
Seguía con la clase de Topología en la cabeza. La cinta de Möbius, ¡qué brillante invención! Era totalmente desconcertante. A mucha gente le preguntas por algo que tenga una cara y te dice “una esfera ¿no?”. Pobres… nunca podrían entender la majestuosidad de la Cinta ¿Cómo podía algo tener una sola cara? Nadie puede tener una cara, incluso la luna tiene una cara oculta. Era una idea de honestidad matemática, algo que no podía darte la espalda. Con solo imaginársela se le hacía la mente pequeña. Se veía caminando por la cara del geoide en línea recta y pasando por el punto opuesto, tras una vuelta. Te pillaba por sorpresa, ibas por la parte exterior y de repente, sin creértelo, estabas en la interior.
Llegó a casa y la construyó con un folio. La puso en la estantería, bien alta, para tenerla siempre presente. Allí, entre el cuadro que había pintado recientemente, “Alma”,  y un viejo trabajo manual en cera que había optado por bautizar “Cera”. Era lo único a lo que se parecía.

Día largo y estresante. De camino a la cocina encontró aquel raído pero confortable sillón donde solía pasar las resacosas tardes de  domingo. Su estado mental actual no distaba demasiado de aquella sensación, así que no podía ser malo. Se desplomó sobre el terciopelo verde, metió una mano entre el reposabrazos y el cojín adoptando esa postura que tanto le costaba abandonar, pero que merecía coger, aún con el estertor necesario para volver a la vida, y tan pronto como intentó sentir los muelles entre sus dedos tomó el tren hacia lo astral.

¿Había pestañeado? Seguía en la misma postura, sobre el mismo terciopelo verde y notando los muelles en las yemas. Lo extraño era el ambiente. Ya no estaba en la pequeña salita, ya no veía el pequeño espejo que enfrentaba la mesa, ni aquellos hilos que aventuraba a llamar alfombra. No había nada allí, salvo la botella de wishky que tenía en el tercer estante (que tampoco estaba) por si algún día la necesitaba. Esperanza sin cuerpo, y lo sabía. Tras hacer el estertor antes mencionado, asió la botella entre sus manos. “Wishky”, pensó. Aquella palabra siempre le había atraído, no por su imagen, sino por su léxico. Prefería decir: “Wishkey”. Wish… key… La llave de los deseos. Eso sí era una buena palabra. ¿Qué iba a hacer allí, en medio de ningún lado? Quizá os preguntéis por el entorno, pero ¿podríais decir el color de las paredes entre las que divagáis en un sueño? ¿Cómo explicar algo tan etéreo? Estaba claro que era un sueño. Intentó hacer aparecer ante sí algo que le apeteciera, pero no lo consiguió. Pasaron 5 minutos antes de que se diera cuenta. Tomó un trago de “Wishkey” y cerró los ojos.

Un timbrazo la bajó de la nube y ella llovió hasta la puerta. Cerró la puerta dejando como propina un “gracias” a aquellos guiris encorbatados. ¿Era posible que la migraña que sentía fuera resaca? Podía ser una sensación memorizada al levantarse de aquel sillón. No tenía suficiente descanso, quizá lo encontrase en la habiatación. Se dejó caer sobre aquella colcha tan infantil en la que otras veces se escondía y pensó en la situación. No estaba de humor, nada iba al derecho. Todo parecía estar en el lado opuesto de la pared donde apoyaba sus manos, exhausta. ¿Cómo podía llegar al otro lado de aquella pared si en esa habitación no había puertas ni ventanas ni siquiera esa pequeña rejilla llena de polvo para que saliera el humo? Acomodó la cabeza sobre la almohada alejando la mirada de la fría perpendicularidad de la derrota. Abrió un ojo, molesto por el haz de luz que se posaba sobre él, y lo supo. Ya sabía cómo llegar al otro lado de la pared. Se posaba en sus retinas aquel trozo de folio pegado con celo de la estantería, colocado entre el “Alma” y la “Cera”, aquella cinta… Vio que era una clara definición de la vida: caminamos en línea recta siempre y sin embargo, pasamos de estar en una cara a otra sin darnos cuenta, porque, en realidad, estamos en el mismo camino todo el tiempo. La vida, y el tiempo, solo deforman la óptica de la mirilla por donde los contemplamos y que tan poco nos deja ver. Acababa de entrar en la zona limpia del camino y la prueba era que la luz que le había molestado, colándose entre las cortinas, había alumbrado la solución.

Esto tampoco la pillaba por sorpresa. Ya le habían dicho antes algo parecido, un vago recuerdo le colmaba la lengua con la parte final de la frase. No era capaz de sacarla de su boca… ¡Qué rabia! Era algo como:
                               Las cosas buenas…

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